La lluvia comienza lentamente a caer, un trueno me despierta y puedo observar desde la galería de mi balcón como los deportistas entrenándose que, al ver caer la lluvia  en el parque, corren a refugiarse, los niños con sus barriletes bailan y juegan tratando de “agarrar” la lluvia con sus manos, los enamorados se besan y siguen caminando juntos.

Truena, la tormenta aumenta, de lejos, el cielo negro grisáceo cubre los cordones montañosos donde cientos de turistas disfrutan de unas mini vacaciones durante el findesemana largo. Imagino el río, con sus playas y sus rocas donde las mujeres se preparan para la tan esperada llegada del verano y, al ver caer las gotas de lluvia, algunas sonríen y se refrescan, otras, juntan sus pertenencias y se van corriendo a un refugio.

La tormenta se hace cada vez más fuerte, los estudiantes se quejan, hartos de tanto estudiar en tiempos de finales que el clima los hace querer dormir una siesta reconfortante.

Las adolescentes enojadas que pasean por el parque, cubren su pelo y se refugian chinchudas de que su peinado de la noche anterior se desasga.
Llueve, llueve. Que linda es mi ciudad cuando llueve, porque, pasa la tormenta, el cielo se aclara y el sol vuelve a brillar.

Porque la felicidad no consiste en refugiarse de la lluvia, sino a aprender a bailar bajo esta.